“Soy partidario de la urgente necesidad de separar, asignándolas a órganos jurisdiccionales distintos, la funciones de controlar las actuaciones de la investigación y ejecutar las sentencias que imponen condenas penales”.
Enrique Letelier Loyola
Profesor Universidad de Antofagasta. Candidato a Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca
No cabe duda alguna que las sentencias deben ser cumplidas, ni menos que deban ejecutarse íntegra y correctamente. La tutela jurisdiccional no se agota con la decisión que declara, constituye u ordena una prestación, o que absuelve o condena, sino que los justiciables reclaman y necesitan ser movidos y reintegrados a ciertos estados al menos cercanos a la satisfacción.
En los asuntos penales el problema de la ejecución es menos complejo, incluso para los juristas, si se trata de la sentencia absolutoria: con su ejecutoriedad, la jurisdicción como función deja de actuar, a pesar que algún conflicto material perviva entre los intervinientes del proceso. Pero el caso de la sentencia condenatoria es diverso y plantea interrogantes que la transforman en un fenómeno jurídico muy interesante. Sin desconocer la importancia de preguntarse aun hoy acerca de su naturaleza y fines, nos detendremos en algunas reflexiones en torno a algún aspecto de su ejecución.
Las ideas que siguen respetan una premisa: que la condena no significa el final del proceso; en otras palabras, que el proceso jurisdiccional continúa luego de ejecutoriada la sentencia condenatoria, pero cambia de sede. Estas ideas, sustentadas con toda autoridad por Carnelutti en su estupenda obra Las Miserias del Proceso Penal, cobran especial interés en la realidad patria si reparamos en la ingente actividad legislativa reciente que ha incidido en la ejecución de las penas.
La ley que regula los beneficios alternativos al cumplimiento de las penas ha sufrido una importante modificación, que no sólo introdujo nuevas figuras complementarias a las tradicionales remisión condicional de la pena y libertad vigilada, sino que también la posibilidad de controlar al condenado por medios telemáticos. Estas modificaciones se han extendido al Código Penal, Código Procesal Penal y a la regulación sobre prontuarios, pues se han creado especiales inhabilidades para los condenados por determinaos delitos contra la libertad e indemnidad sexual y se han creado registros especiales para éstos y para quienes son definidos como prófugos de la justicia.
Todas esas modificaciones, de no poca relevancia, han visto la luz durante Julio pasado, lo que nos demuestra los empeños del legislador en ocuparse de la etapa posterior a la ejecutoriedad de la sentencia condenatoria.
A su turno la regla de ejecución contenida en el Código Orgánico de Tribunales se ha mantenido inmutable, de suerte que la ejecución de toda sentencia penal, incluso la que emane de un Tribunal de Juicio Oral, recae en los Juzgados de Garantía. Ello descarta, entonces, la intervención de una judicatura especial en esta etapa.
El legislador del Código Procesal Penal de 2000 ha sido bastante cuidadoso en el respeto del principio acusatorio evitando la confusión de los roles de investigar, acusar y juzgar; ha dejado en claro también que, admitiendo poderosas excepciones constituidas por algunos procedimientos especiales, al Juez de Garantía le corresponde antes una función de resguardo de los derechos de los intevinientes que una propiamente adjudicataria. Pero creemos que a estas alturas el sistema merece contar con una judicatura cuya materia propia sea el cumplimiento de las penas.
La pena, como reacción estatal, tiene una indudable y manifiesta dimensión espacio temporal, poderosamente tangible en las penas privativa y restrictivas de derechos. Por lo mismo el propio Mensaje del Código afirma que el modelo permite un amplio desarrollo de la jurisprudencia “destinada a fijar parámetros mínimos a las condiciones de vida intramuros…”, amén de verificar las decisiones que adopten los servicios penitenciarios.
A su turno, la Ley 18.216 y la otras referidas al seguimiento a los condenados reclaman del juez una constante preocupación acerca del curso del cumplimiento de la pena. Subyace la idea que mientras se cumple la condena, el Estado –ya lo decía Carnelutti– no deja el condenado librado a su suerte.
Resulta necesario sustraer de la competencia de los Jueces de Garantía las materias relativas al cumplimiento de la pena por dos razones que juzgamos evidentes. La primera se vincula con un constante problema de la eficiencia: la fase de cumplimiento reclama hoy una permanente actividad abocada a la solución de los problemas derivados de las decisiones de la Administración que inciden en la suerte del penado (v.g., régimen disciplinario), del cumplimiento de la pena, cualquiera sea su modalidad, y de los cambios en las modalidades de ejecución, además de resolver las solicitudes de los intervinientes y terceros.
La segunda razón apunta a la congruencia del sistema, pues si se predica del Juez de Garantía que carece de un rol adjudicatario, de modo que sus decisiones deberían estar alejadas del cualquier pronóstico en cuanto a la pena que el imputado pueda efectivamente sufrir –la incongruencia ya se acusa notoriamente cuando el legislador llama a relacionar la cautela personal con la pena asignada al delito, ex artículo 140 CPP– en menos ayuda que el mismo juez sea competente, además, para la ejecución de la pena, de suerte que inevitablemente sea llevado a pensar en el cumplimiento de la misma y sus modalidades aun antes que algún tribunal la imponga.
Por esas razones y otras que sería necesario analizar con más extensión, derivadas principalmente del fenómeno del traslado del cumplimiento de la pena hacia la Administración del Estado, somos partidarios de la urgente necesidad de separar, asignándolas a órganos jurisdiccionales distintos, la funciones de controlar las actuaciones de la investigación y ejecutar las sentencias que imponen condenas penales, instituyendo, como sí acontece en otros ordenamientos, la figura del juez de cumplimiento.