Prudencia versus ideología: de nuevo sobre el papel del juez en el proceso civil

Prudencia versus ideología: de nuevo sobre el papel del juez en el proceso civilPor Andrés de la Oliva para Ius et praxis Año 18, Nº 2, 2012, pp. 243 – 294.

I. Consideración preliminar

Cumplidos holgadamente cuarenta años desde mi primera publicación sobre asuntos procesales, me he ocupado en muchas ocasiones de lo que, a mi entender, le corresponde al juez en los procesos civiles en que se ventilan derechos e intereses legítimos de sujetos jurídicos particulares sin presencia de un interés público prevalente.

Estas páginas, como sus predecesoras de 20101, pertenecen al género del ensayo. Y el ensayo, como dijo Ortega y Gasset, es “la ciencia sin la prueba explícita”2. Sé que sobre el ensayo se han emitido, con sarcasmo, juicios peyorativos e incluso ácidos3. Pero Ortega no lo definía con los términos transcritos para descalificarlo sino, muy al contrario, por considerarlo legítimo y para que esa legitimidad quedara establecida. Pues bien: aplicado el criterio orteguiano a un trabajo sobre asunto jurídico, significa, entre otras cosas, que la extensión puede y suele ser moderada; que el autor está liberado de sujeciones formales; que es de esperar, mucho más que la exposición sistemática completa y erudita, la reflexión y la posición personal y, finalmente, que el discurso se impregna de una especial intensidad retórica o persuasiva.

Esto último conviene mucho a la realidad de una cuestión controvertida y también a la intención de alimentar polémica con que inicialmente se me pidió que tratara la cuestión. Otra cosa, como se verá, es que lo que diga a partir de ahora responda a las expectativas de quienes esperen o incluso deseen encontrarse en estas páginas la defensa cerrada de una de las posiciones de la controversia, en el habitual marco de una discusión con un claro trasfondo ideológico-político. Eso no lo encontrarán aquí. Me opondré, es verdad, a la idea de un papel que al Juez le debería corresponder en el proceso civil, pero esta oposición a un papel pretendidamente obligado del juez no será sino la oposición a cualquier dogmatismo sobre el “rol” del juez y, por supuesto, a la pretensión de imponer universalmente tal dogmatismo. En 2010 aventuré que el ingrediente picante de la polémica dependería de lo que otros afirmasen más que de lo que yo dijera. Y también deseé que, por la inteligencia de los demás polemizadores, el resultado fuesen muchas más convergencias de las habituales hace años. Los resultados, en efecto, fueron positivos. Pero deseo que el progreso sea mayor y lamento algún concreto retroceso, alguna renovada insistencia en tratar nuestro tema con el acostumbrado arsenal del axioma ideológico-político4.

II. El papel del juez en el proceso civil y los principios del proceso

Por la intensidad y la duración de la polémica sobre el papel del juez, cabría pensar que están en juego “cuestiones de principios”, es decir, grandes valores humanos con dimensiones de justicia y orden o, lo que es igual, grandes valores jurídicos (lo que, en España, desde la Constitución de 1978, se designa con la expresión “valores superiores” del ordenamiento jurídico). Como se verá, no me parece que sea así tratándose de la generalidad de los procesos civiles, pero no está de más exponer algunas ideas sobre los principios del proceso, sentado que lo concibo como un instrumento ineludible de la Jurisdicción, cuya finalidad esencial no es resolver controversias o conflictos, sino decir el Derecho ante casos concretos, pequeños trozos de historia humana.

Como ya he escrito en otros lugares, considero principios del proceso o principios procesales las ideas y reglas que constituyen puntos de partida para la construcción de los instrumentos esenciales de la función jurisdiccional, en el muy preciso sentido de poseer una virtualidad originaria (de ahí que el término “principio” resulte apropiado), determinando que los procesos sean sustancial-mente como son. No merecen, por tanto, el nombre de principios del proceso cualesquiera criterios inspiradores de la respuesta a las muy diversas cuestiones que se suscitan a la hora de establecer ciertas series o sucesiones de actos o su forma externa, sino sólo las ideas-fuerza o criterios determinantes de las principales opciones configuradoras de la sustancia interna de los procesos.

Desde varios puntos de vista, es erróneo y perturbador denominar “principios” a todos los criterios generales en virtud de los cuales se opta por regular de un modo o de otro el proceso o ciertos aspectos o actuaciones de éste. Para la mayoría de esos criterios resulta preferible utilizar los conceptos y términos de “reglas” o “máximas”. Como he repetido en muchas ocasiones, cuando todo son principios, nada es principio. Y lo mismo sucede -y con impaciencia lo repito también una y otra vez- cuando a cualquier posibilidad de actuación humana se le denomina “derecho”: cuando todo son “derechos”, nada es derecho. Semejante amplitud conceptual no conduce a nada positivo5.

Pero mi preocupación por los conceptos de “principio” y de “derecho” (subjetivo) no es sólo un cierto celo por la precisión o exactitud, de modo que los términos y conceptos se ajusten máximamente a la riqueza de la realidad. El deseo de que perduren y se aprovechen las conquistas de la ciencia y de la técnica -también, por tanto, de la ciencia y de la técnica jurídicas- sin retornar a nociones vulgares después de muchos razonables esfuerzos de precisión, obedece al propósito de no provocar equiparaciones que degradan los genuinos principios y los auténticos derechos. Principio es lo que constituye un origen y determina las diferencias esenciales. Si denominamos “principio” a todo criterio general, se pondrán a la par lo principal y lo accesorio. Y no parece razonable, por ejemplo, equiparar el principio de audiencia o el de igualdad con el denominado “principio” de economía procesal.

Los genuinos principios (los del proceso como los relativos a otras realidades) presentan, en sentido etimológico, un carácter radical (del latín radex-icis: raíz) por su relación íntima con dos necesidades primarias. En primer lugar, la de superar de verdad una situación de autotutela o “justicia privada”, para lo que ha de darse satisfacción a unos pocos criterios que concretan aspiraciones de justicia universalmente sentidas. En segundo lugar, la de ajustar máximamente el instrumento procesal a la finalidad de tutelar eficazmente los diversos tipos de derechos subjetivos y las muy diferentes parcelas del Derecho objetivo.

En virtud de la primera necesidad, el proceso se ha de configurar de modo que siempre sean efectivos unos determinados postulados elementales de justicia: éstos son los principios procesales que he llamado “jurídico-naturales”, siguiendo a mi maestro, Carreras Llansana. A causa de la segunda necesidad, en cambio, los procesos se construyen conforme a criterios contingentes: los que se consideran más adecuados según la diversa realidad jurídica de la que han de ser instrumentales. Se trata, por tanto, de principios procesales que no configuran siempre toda clase de procesos, sino que inspiran, unos, ciertas construcciones procesales, y otros, otras. Son los que algunos hemos dado en llamar “principios jurídico-técnicos”.

En cuanto al primer tipo de principios procesales, los necesarios o “jurídico-naturales”, he venido reduciéndolos a dos: el principio de audiencia (muy resumidamente: nemo debetur inaudito damnari; audiatur et altera pars) y el principio de igualdad de las partes6. No son los principios de esta clase, insoslayables en todos los procesos (con aparentes excepciones), los que más influyen en el papel del juez en el proceso civil. Lo que al juez corresponde, o no, se relaciona estrechamente con el entendimiento de los principios denominados “jurídico-técnicos”, que, a mi entender, no son sino el denominado “principio dispositivo” y, en contraposición, el “principio de oficialidad”.

Tan corto número de genuinos principios procesales, así como su denominación -que, aunque no original, puede suscitar alguna extrañeza-, obedece, ante todo, a una opción expositiva o didáctica, que se sustenta en la argumentación que enseguida se verá exenta de pretensiones excluyentes de otros puntos de vista. También podrá advertirse, espero, que no hay una base ideológica concreta en mi modo de ver y exponer algunas claves del proceso civil. Pero, además, reservar el concepto de “principios del proceso” para unos pocos criterios, responde a una distinción, tempranamente aprendida de Carreras Llansana, entre principios y formas del proceso, distinción en virtud de la cual una serie de importantes y muy visibles rasgos externos del proceso dependen, no tanto de criterios con virtualidad originaria y determinante de las principales características esenciales del proceso, como son los principios, sino de la opción por modelos de configuración externa del proceso, que serían las formas: inquisitiva o contradictoria. Desde hace años y hasta ahora, sigo en este punto (como en otros) las enseñanzas de mi maestro sobre los principios y las formas del proceso, respectivamente7. Un fundamento elemental pero sólido para la distinción entre principios y formas reside en la inexistencia de completa correlación entre unos y otras, puesto que la forma o estructura contradictoria puede coexistir con la influencia del principio dispositivo lo mismo que con la del principio de oficialidad.

Son, empero, genuinos principios procesales, “jurídico-técnicos”, las ideas o criterios determinantes de la posición y del papel del tribunal y de las partes -con sus correspondientes funciones, facultades, derechos, deberes y cargas-, así como de las bases estructurales y de desarrollo y desenlace de los procesos. Son principios de ese tipo los que inspiran la capacidad de decisión y de influencia del órgano jurisdiccional y de las partes en el nacimiento del proceso, en su objeto, en su desenvolvimiento y en su terminación.

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