Diego Palomo Vélez
Abogado, Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de Derecho Procesal y Director del Departamento de Derecho Penal, Procesal y Trabajo Universidad de Talca. Director de la Revista Ius et Praxis
Otra vez, en sólo poco más de una década, Chile asume la tarea de mejorar su sistema de justicia, de hacerlo más eficiente, siendo el turno esta vez del orden jurisdiccional civil. Los problemas a solucionar son los de siempre: lentitud, formalismos y trámites innecesarios, y un juez que no toma contacto con la causa sino al final del trayecto procesal.
La apuesta ha consistido en transformar los tradicionales procedimientos escritos en predominantemente orales. Conocemos los resultados obtenidos en la reforma procesal penal, que recoge un modelo adversarial que, sin perjuicio de algunos problemas, ha funcionado bastante bien. Pero conocemos también el desempeño concreto de las reformas introducidas a la Justicia de familia y del trabajo, donde sí constatamos algunas dificultades de cuidado.
Con el propósito de recuperar la eficiencia en la Justicia de familia y del trabajo, se ha dotado a los jueces de amplísimas potestades ex officio, instalándose la idea subyacente de que las garantías, las partes y sobretodo los abogados, constituyen un obstáculo para la búsqueda de la verdad, el logro de la justicia y la obtención de una respuesta rápida. Los jueces recibieron el encargo de resolver la crisis y para ello fueron provistos de todas las “fichas” que se estimaron necesarias.
¿Se trató de una buena noticia? No necesariamente, salvo que la valoración pase sólo por las estadísticas oficiales, esto es, por una comprensión unidireccional de lo que debe entenderse por eficiencia.
Pues bien, hemos advertido desde hace tiempo sobre los riesgos de este modelo de juez, sin la definición de límites claros, que nos deja expuestos al mejor o peor criterio de cada juzgador. La eventual afectación de la imparcialidad judicial, los principios de igualdad y contradicción, el derecho de defensa y el campo abierto a la arbitrariedad, han cobrado realidad en dichos procedimientos cuando el juez se termina apropiando del proceso, sin contrapesos ni límites, poniendo incluso en juego la seriedad objetiva que exige el ejercicio de la función jurisdiccional por las conductas de jueces que en no pocas ocasiones han dejado de comportarse como verdaderos jueces.
La apuesta por la oralidad no implica, como pareciera haberse entendido, permitir a los jueces asumir el rol de partes, con poderes superiores a éstas. Teniendo a la vista la realidad de los procesos reformados, se hace necesario concentrar los esfuerzos en determinar con la mayor precisión posible los límites a las potestades ex officio. Los jueces no pueden seguir asumiendo un protagonismo desbordado, prácticamente sustitutivo del de las partes. La actividad de las partes, protagónica, debe estar garantizada, bajo el respeto a la contradicción. El rescate del juez, su labor y de la imagen de la Justicia a través de la fórmula de la oralidad no autoriza a vaciar de contenido los postulados más elementales de un proceso. En definitiva, la oralidad no sólo no debe implicar un retroceso para las garantías de las partes, al contrario, debe servir de escenario idóneo para potenciarlas y hacerlas efectivas.
La reforma procesal civil debe convertirse en una oportunidad para hacer las necesarias correcciones, dejando de paso atrás una comprensión unidireccional de la eficiencia (que sólo atiende a estadísticas de tiempo), sustituyendo la confianza ilimitada en la actuación, criterio y libertad de los jueces por una actuación sujeta a límites explícitos, que permitan acceder no sólo a una nueva Justicia civil, sino que, lo más importante, a una mejor Justicia.