“…Suele suceder que las cosas temporales devienen en permanentes, es de esperar que la Ley N°20.886 cumpla con ser sólo una solución momentánea, y no termine por sepultar definitivamente la Reforma Procesal Civil…”
Simón Zañartu Gomien
Secretario Ejecutivo
Instituto Chileno de Derecho Procesal
En diciembre pasado fue promulgada la Ley N°20.886, que estableció la tramitación electrónica digital de los procedimientos judiciales civiles, y que de paso se convertirá en una de las mayores transformaciones al actual Código de Procedimiento Civil en su historia.
Más allá de los cuestionamientos que merece su tramitación legislativa, que fue fulminante y con casi nula participación de la comunidad jurídica destinataria de esta reforma, al punto que la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia de la Cámara Alta ni siquiera convocó a las Facultades de Derecho, profesores de derecho procesal o institutos científicos para oír su opinión sobre el proyecto, lo que más preocupa son la serie de imprecisiones o inconvenientes que se vislumbran con su aplicación.
En primer lugar la Ley N°20.886 no cumple con su propósito de erigirse “como una antesala a la anunciada reforma al sistema procesal civil”, como literalmente se señaló en la Moción Parlamentaria que le dio origen, pues mantiene inalterables los hoy día retrógrados principios decimonónicos que rigen nuestro actual sistema, que son radicalmente distintos a los contemplados en el Proyecto de Código Procesal Civil, eje de dicho proceso reformador, y que considera desde luego la tramitación digital de los procesos judiciales.
A modo de ejemplo, el cúmulo de documentos que conforman el expediente tradicional –o “carpeta electrónica” según la nueva ley– seguirá siendo el único continente de la información que le servirá de base al juez para dictar sentencia, en perjuicio de algunos principios fundamentales de la reforma, como la oralidad e inmediación facilitadas por un proceso por audiencias registradas en voz e imagen, o la concentración del mismo.
Así, la Ley N°20.886 más bien parece un parche a un sistema que en realidad no admite más remiendos, y respecto del cual existe virtual consenso de la comunidad jurídica en cuanto a que el cambio debe ser integral, como el que se ha venido proponiendo con base en un Proyecto de Código Procesal Civil, cambio que no se queda solo en las formas sino que aborda la tutela amplia de los derechos de los justiciables, con base en modernas instituciones, largamente afianzadas en el derecho comparado.
En segundo lugar la rapidez con la que se gestó la Ley N°20.886, y la corta vacancia que establece desde su publicación hasta su entrada en vigencia –comenzará a regir en gran parte del país el 18 de junio de este año, y en el resto en diciembre próximo–, deja razonables dudas si alcanzará a sociabilizarse, pues toda norma –sobre todo una que establece un cambio tan radical como la que se comenta– requiere de un proceso de implementación que permita la adecuada capacitación de quienes podrían valerse del sistema. En este caso llama la atención que a cuatro meses de su entrada en vigencia en gran parte del país, aún no se ha dictado siquiera su reglamento.
No debe dejarse de lado que la Ley N°20.886 modificó parte importante del Libro Primero del Código de Procedimiento Civil, que establece disposiciones comunes a todo procedimiento con aplicación supletoria general, como en aquellos casos que se ventilan ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, Tribunales Tributarios y Aduaneros, Tribunales Ambientales, etc., lo que deja en evidencia que la necesidad de sociabilización incluso podría sobrepasar la esfera de los Tribunales Civiles.
Finalmente, pues suele suceder que las cosas temporales devienen en permanentes, es de esperar que la Ley N°20.886 cumpla con ser sólo una solución momentánea, y no termine por sepultar definitivamente la Reforma Procesal Civil –inexplicablemente privada de toda prioridad política por las actuales autoridades–, condenando el Proyecto de Código Procesal Civil a la postergación eterna y finalmente al olvido.
* Versión extendida del artículo publicado en el diario El Mercurio con fecha 28 de febrero de 2016.