Claudio Palavecino Cáceres
Profesor de Derecho del Trabajo U. de Chile
No deja de asombrarme la tosquedad epistemológica de muchos procesalistas, ajenos según parece, a cualquier reflexión crítica sobre el conocimiento. Para la mayoría la formidable cuestión sobre la posibilidad de acceso a la verdad parece que quedara resuelta con otorgar iniciativa probatoria a los jueces. Cuando los procesalistas hablan ingenuamente de la verdad a uno le vienen ganas de preguntarles, como antaño hizo Poncio Pilatos ¿qué es la verdad?
Curiosamente, Michele Taruffo, uno de los pocos procesalistas que se ha ocupado del tema con profundidad y uno de los principales defensores de la verdad en el proceso, señala que la verdad es indefinible. Con todo, de sus trabajos se puede inferir que adscribe al concepto de verdad-correspondencia, a la vieja adaequatio rei et intellectus, conforme al cual la verdad vendría a ser una correspondencia, equivalencia o concordancia (adaequatio) entre un objeto del mundo exterior (rei) y su representación mental por el sujeto cognoscente (intellectus). Este concepto de verdad parte de dos premisas: 1ª) que hay un conjunto objetos exteriores al sujeto cognoscente que existen con total independencia de su representación actual; en palabras simples, la realidad y 2ª) que la realidad es, de algún modo, cognoscible, por el ser humano.
Tanto el concepto de verdad-correspondencia como las premisas que lo sostienen han sido objeto de críticas y cuestionamiento importantes en las últimas décadas, que Taruffo desprecia como mero síntoma de la “embriaguez posmoderna” de una “variopinta pandilla” de “new cynics” que descreen de la verdad, de la objetividad y del conocimiento. Pero lo interesante es que admite, sin embargo, que la verdad “puede ser considerada relativa, pero no en el sentido de que resulte dependiente de las opciones individuales de los sujetos que se ocupan de ella, pues de este modo se caería en un relativismo radical inaceptable, sino más bien en el sentido de que el conocimiento de la verdad es relativo al contexto en que aquél sea realizado, al método con el que se desarrolle la investigación y a la cantidad y la calidad de las informaciones de que se disponga y sobre las cuales se funde el conocimiento”.
Taruffo llega a afirmar que la idea de verdad estaba de algún modo presente incluso en tiempos o culturas que indagaban sobre lo desconocido mediante métodos inadecuados como la observación del vuelo de las aves o las ordalías y en tal sentido no descarta que los antiguos arúspices y los jueces medievales, entre otros, tuvieran alguna buena razón para pensar que de ese modo lograban obtener conclusiones verdaderas (en el sentido de reproducir correctamente objetos extramentales). Taruffo traslada esta concepción al proceso. El juez moderno cuenta con métodos e instrumentos de averiguación mucho más sofisticados que el arúspice y los jueces medievales, que sin embargo no resultan infalibles, pero de acuerdo a este enfoque su falibilidad deviene irrelevante, porque basta con que sirvan para que el juez alcance un conocimiento relativo de la verdad. Pese a esa falibilidad se obtiene de todos modos, según Taruffo, una verdad objetiva “en la medida que no es fruto de las preferencias subjetivas e individuales del juez, o de otros sujetos, sino que se funda en razones objetivas que justifican el convencimiento del juez y que se derivan de datos cognoscitivos que resultan de las pruebas”.
En igual sentido, Raúl Núñez (siguiendo a Ferrer Beltrán) enseña que “la prueba debe ser considerada como medio a través del cual el Derecho pretende determinar la verdad de las proposiciones en el marco del proceso judicial. Por otro lado, dadas las limitaciones de ese medio, la presencia del mismo no garantiza la obtención del fin (la verdad)”. Tampoco a Núñez le inquieta esta última constatación, pues le basta con que el juez considere que los específicos medios de prueba incorporados en el proceso aportan elementos de juicio suficientes a favor de la verdad de la proposición (vale decir, de su correspondencia con los hechos del caso) y, siendo consecuente con esa estimación, la tenga por verdadera, sin importar que luego de la decisión la proposición se descubra falsa, porque a posteriori, tras la cosa juzgada, lo que importará será aquello que el juez ha tenido por verdadero y perderá relevancia aquello que es verdadero (en el supuesto de que difieran).
Y es que incluso los más fervorosos partidarios de la función epistémica del proceso reconocen un conjunto de límites legales y prácticos (celeridad, economía de recursos materiales y humanos, proscripción de la prueba ilícita, preclusiones, presunciones, la falibilidad de los medios de prueba, etc.) que conspiran contra la posibilidad de hallar la verdad. Los mismos autores, sin advertir ninguna contradicción, sostienen que, aunque muchas veces en el contexto del proceso no se alcance la verdad absoluta, eso nada dice contra la verdad, porque siempre la decisión será justificada por el juez mediante la afirmación (o negación) de una correspondencia entre ciertos hechos referidos por las partes y los hechos del mundo exterior que muestran las pruebas.
Pero si el proceso solo puede ofrecer un conocimiento relativo de la verdad, lo que es tenido por verdadero dadas las circunstancias, vale decir, si nunca es seguro ni necesario que la verdad se alcance, la verdad como fin del proceso se devalúa notoriamente. Lo que queda de ella no es más que un residuo evanescente, un ideal inspirador, un espejismo que el juez nunca estará obligado a alcanzar. En palabras del propio Taruffo, un “ideal regulativo, un punto de referencia hacia el que se oriente la actividad”. Bastará, pues, con su recta conciencia de obrar conforme a ese ideal, la misma convicción con que, tal vez, el adivino etrusco creía extraer la verdad de las tripas de los pájaros.
Y entonces, la afirmación (o negación) de una correspondencia entre cierto enunciado fáctico de parte y los hechos del mundo no está muy lejos de ser, también, un recurso retórico del juez para justificar su decisión ante la comunidad. Un piropo al acto de adjudicación. Al fin y al cabo, la apelación a la verdad por los jueces, termina desempeñando un papel no muy distinto que en boca de las partes y muy a tono con lo que afirman los “new cynics”, tan despreciados por Taruffo.
Me pregunto, cómo es que puede insistirse, una y otra vez y sin sonrojo, en la función epistémica del proceso.